“mírame, mírame, mírame”_ decía mentalmente clavando su mirada en el cogote de aquel chico mientras masticaba en un lado del patio un sandwich.
Si por casualidad él miraba, se tapaba la boca y desviaba la mirada hacia otro lado. Ese mismo día en ese mismo instante en el que él se giró para mirarla, ella se volvió a tapar la boca y se mordió por accidente la lengua tan fuerte que una lagrimilla se le escurrió por el rabillo del ojo.
Quería escupir la sangre, pero él no dejaba de mirarla y la sangre se fue repartiendo por toda la cavidad de su boca, haciéndose espesa, mezclándose con su saliva y bajando lentamente por su garganta. Un momento delicioso.
Cuando volvió a casa se miró la lengua en el espejo estaba hinchada y rosada, se ruborizó ante esa imagen y luego se llevó un dedo a la boca.
“mírame, mírame, mírame”_ volvía a decir, esta vez con el sandwich a un lado. Pero él no miraba.
Entonces, dijo su nombre en bajito y por casualidad más que porque él la hubiera oído, se giró. Un nombre que comenzaba por consonante dental, un leve roce que le abrió la herida de la lengua y de ahí volvió a brotar el mismo sabor.
En todo el tiempo que estuvieron en el mismo instituto nunca se atrevió a decirle nada, pero ella nunca se olvido de él.
Ya durante su juventud salió con algún que otro chico, pero insatisfecha nunca llegaba a tener esa sensación que a veces y en secreto rememoraba mordiéndose con fuerza los labios, o la lengua.
El tiempo pasaba y ella se cansó de ver a hombres, aunque pensaba muchas veces en el amor. Cuando ese sentimiento se quedaba con ella todo el día se mordía y se le pasaba.
Había empezado a tener problemas de vocalización y el médico temía que terminará en atragantamiento por eso la puso bajo su estricta vigilancia y ella era un poco más feliz. Cuando le examinaba la boca y la lengua no podía evitar excitarse y gemir. Pero el médico siempre atribuía esos sonidos al dolor, la consolaba y la inflaba a medicación.
Las pastillas no le gustaban porque una vez tras tomarse la medicación le dio por pensar demasiado y preguntarse por qué hacía eso, por qué no paraba, en definitiva lo que el médico llamó ataque de pánico cuando la vio plantada en la consulta jadeando y con sólo un abrigo encima.
Transtorno bipolar del tipo I, una época de internamiento y vigilancia. A ella no le molestaba precisamente estar internada, lo que no podía soportar era ir día y noche con una mordaza y pensar y pensar tras haber tomado su medicación. Por eso precisamente tuvo otro “ataque” y en un descuido casi se corta la lengua:
-Pero doctor_ decía ceceante_ha sido un accidente. Me asusté al ver que llevaba tiempo sin sentir nada.
Le cambiaron la medicación y se pasaba el día durmiendo y atada. Cuando el doctor la visitaba para examinarla seguía gimiendo. Por eso decidió cambiarle la dosis “esta parece producirle ansiedad”.
No diría que ella no era feliz, pero tampoco lo sabía muy bien.
El tiempo pasó y como era lógico se fue recuperando, ahora tenía una doctora.
-Le confieso que tengo ganas de volver a mi vida, a mi rutina, ver a algún chico_ sonrió
-Eso es bueno, querida.
-Tengo ganas de salir y...hacer cosas_ se paró para mirar el gotero con el que la alimentaban_ doctora.
-¿Si?
-Cree que podría comer un sandwich.
La doctora sonrió:
-No veo que mal te podría hacer eso.
En su habitación ya vestida alguien llamó a la puerta, ella hacía su maleta.
-Sí, pase por favor_ dijo siguiendo a lo suyo.
-La doctora, quería darle una sorpresa_dijo aquel chico vestido de blanco.
Ella se giró y le vio a él.
-Un sandwich_ dijo levantando una tapadera y sirviéndole el sandwich.
Idiotizada cogió el sandwich entre sus manos y lo dejó a un lado.
-¡Espera!
Él se giró.
-Podrías quedarte, me vendrá bien algo de compañía.
El chico la observó reconociendo en esa chica algo familiar, luego pensó que era una paciente más a la que probablemente ya hubiera asistido.
Aun así, siguió mirándola intentando reconocer esa cara tan familiar. De repente, vio como de las comisuras se le escapaba un líquido espeso y carmesí.
Entonces ella se desvaneció en la cama y él se apresuró a su cama, le colocó las manos en la cara.
La sangre le bajaba caliente por el cuello acariciándola suavemente, él abrió la boca y con cuidado le metió los dedos.
Ella entornó los ojos y él suplicante gritaba:
-Mírame, mírame, mírame.
Ella le miró.
Entre espasmos y gorjeos, nadie oyó las palabras brotando vivas y rojas de su lengua: “llevo toda mi vida esperando que esto pasara”.